Secuestro emocional o secuestro amigdalino: el origen de las rabietas

Cuando hay una situación en la que hay una gran activación emocional, en la que nos sentimos desbordados por las emociones, la amígdala, el centro cerebral de las emociones, “secuestra” el funcionamiento del resto del cerebro y se hace con el mando. Esto que se conoce como secuestro emocional o secuestro amigdalino nos ayuda a entender muchas situaciones problemáticas en nuestras relaciones con los demás. Nos puede ayudar a comprender y manejar situaciones difíciles con nuestros hijos o con otros niños pequeños, pero también se aplica a nosotros como padres, como hijos, pareja, etc. ¡Vamos a verlo!

¿Qué es el secuestro amigdalino?

Para entender mejor este concepto de secuestro emocional o secuestro amigdalino vamos a hacer una pequeña explicación, simplificando mucho el funcionamiento del cerebro. Como todos sabréis, el cerebro es un órgano muy complejo que se encarga de muchas funciones diferentes, tanto conscientes como inconscientes. Desde funciones más o menos inconscientes como controlar la secreción de hormonas, la temperatura coroporal, el balance de líquidos en el cuerpo, la frecuencia cardiaca o la respiración, hasta otras conscientes como el control del movimiento, la producción y comprensión del lenguaje, el pensamiento, o la toma de decisiones.

Para llevar a cabo tareas tan diversas, distintas partes del cerebro se encargan de tareas diferentes. Sería igual que en una empresa, donde hay un departamento de ventas, otro de producción, otro de facturación, los que se encargan del mantenimiento o de la limpieza, etc: en el cerebro diferentes áreas se encargan de tareas distintas.
Además, no siempre trabajan por igual todas las áreas. Hay momentos en los que estamos tranquilos, y las diferentes áreas pueden funcionar correctamente, de una manera coordinada o integrada; pero hay otros momentos en los que si se trata de una situación de emergencia, puede haber algunas funciones que “se desconecten” para permitirnos una respuesta segura que pueda ponernos a salvo. Por ejemplo, si se nos planta delante un zombie que nos quiere morder el cuello, es más probable que logremos salvar la vida si salimos corriendo sin pensarlo demasiado, que si dejamos la huida para más adelante y nos echamos una siesta, que oye, nos pilla esto del zombie un poco cansados y además tampoco es que los zombies vayan tan rápido… En ese momento echarnos una siesta no tendría mucho sentido, para empezar porque no podríamos, ya que la sensación de sueño se inhibe nada más percibimos la amenaza; hay otras funciones que también quedan temporalmente suspendidas hasta que pasa el peligro: el hambre, la digestión, el sueño, la libido, etc. todas ellas pueden esperar a un momento más tranquilo. Y lo mismo pasa con el pensamiento consciente y racional, la planificación o el que seamos conscientes de mantener la calma. Estos procesos de toma de decisión y planificación conscientes, que dependen de la corteza cerebral, son más lentos que la respuesta rápida y automática que controlan estructuras subcorticales del sistema límbico, como la amígdala.

Entonces, cuando hay una situación en la que hay una gran activación emocional y las emociones nos desbordan, la amígdala “secuestra” el funcionamiento cerebral y se hace con el mando: eso es el secuestro amigdalino. Se suele decir que “donde hay patrón no manda marinero”. Pues bien, en este caso el marinero se ha saltado a la torera la jerarquía, y donde debería gobernar la corteza, manda ahora la amígdala. Esto es lo que podemos ver en la película “Un día de furia” en la que un encolerizado Michael Douglas, pierde los papeles cuando se le tuerce el día. En esta película vemos como la suma de diferentes problemas hacen que la frustración del protagonista vaya subiendo hasta que llega un momento en el que las emociones le desbordan y decide liarse a tiros con el que se le ponga delante. Por suerte no es muy frecuente que los adultos lleguemos a este punto (aunque algún caso de vez en cuando también hay, basta con ver las noticias o leer el periódico).

Lo que es mucho más frecuente es ver así de desbordados a los niños pequeños, y especialmente entre los 2 y los 4 años, que es el periodo típico en el que se dan con más frecuencia las rabietas. ¿Y esto por qué es así? Pues porque como hemos dicho antes “donde hay patrón (la corteza prefrontal) no manda marinero (la amígdala)”. El problema es que en los niños la corteza prefrontal está muy inmadura y no puede controlar bien la conducta. Vamos, que no hay patrón que gobierne aquello…

¿Y qué se hace en una empresa cuando no hay un departamento que se pueda hacer cargo de una función importante? Si no puede hacerse dentro de la propia empresa, se contrata a otra que haga ese trabajo. porque sí la función es importante, alguien tendrá que hacerla. En el caso de los niños, como estas funciones no se las podemos pedir todavía a una corteza inmadura, tendremos que ser nosotros, los adultos, los que nos encarguemos de estas funciones. Es decir, y aquí viene la mala noticia, cuando ELLOS pierdan la calma, seremos NOSOTROS los que deberíamos mantenerla. Se vale para un niño pequeño descontrolarse cuando quiere algo y no puede tenerlo, o cuando tiene que hacer algo que no quiere. Es totalmente normal, su sistema límbico, el responsable del control emocional, está maduro y muy activo, pero todavía no tiene bien desarrollada la corteza prefrontal que es la que debería poner freno a estos impulsos. Tiene un acelerador muy potente pero el freno no acaba de funcionar de todo bien.

El caso es que, sin llegar al nivel del Michael Douglas, a los padres también nos pasan estas cosas de vez en cuando. Cuando nos desbordamos hacemos cosas que sabemos que no deberíamos hacer, pero “se nos escapan”. Les pegamos un grito, les castigamos de forma desproporcionada o en el peor de los casos, les agredimos con comentarios hirientes o incluso les podemos llegar a pegar. Para la mayoría de los padres está claro que son cosas que no deberíamos hacer, pero en un momento de nervios, nos descontrolarnos y perdemos los papeles. Es normal. Nos puede pasar a todos, pero siendo nosotros los adultos, deberíamos tratar de controlarnos y no dejarnos llegar a este punto. Ellos no pueden controlarse, su cerebro todavía es inmaduro, pero nosotros sí.

Pero no solo con nuestros hijos. Esto nos pasa a veces también con nuestra pareja, con nuestros padres, con nuestra suegra… curiosamente no nos suele pasar tanto con amigos o compañeros de trabajo. Y mucho menos con nuestro jefe, con un policía o con juez… esto quiere decir que si queremos, sí que somos capaces de controlarnos a nosotros mismos. Exactamente como nos controlaríamos a nosotros mismos si nos cruzamos con Michael Douglas en su día de furia bajo su secuestro amigdalino. Pues bien, ya que somos capaces, tenemos que hacer el esfuerzo, y centrarnos más en controlarnos nosotros, los adultos, que somos los que podemos, y exigírselo menos y ser más tolerantes con los niños, que son los que en realidad no pueden aunque quieran.

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Licencia Creative Commons Este artículo, escrito por Alberto Soler Sarrió se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.
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