Los peligros de la obediencia: el experimento de Milgram

“Obediencia…” ¿No suena mal, verdad? Sobre todo a los padres. De hecho, la mayoría de padres esperan eso de sus hijos, que sean obedientes. Se considera como una de las principales características de los “niños buenos”, ¿verdad? Hoy os traigo uno de los experimentos más famosos de la historia de la Psicología, el llamado “Experimento de Milgram”, que es en realidad una serie de experimentos publicados originalmente en los años 60, con un título muy sugerente: “los pelirgos de la obedicencia” De este experimento se obtuvieronunos resultados que a día de hoy siguen sorprendiéndonos. Vamos a verlo…

Este trabajo comenzó poco después del juicio contra Adolf Eichman por crímenes contra la humanidad (Eichman era el encargado del programa nazi de deportación de los judíos hasta los campos de exterminio). Milgram diseñó el experimento preguntándose si tanto Eichman como tantos otros en la Alemania nazi no eran tanto unos malvados psicópatas, sino que en realidad personas normales que “sólo estaban siguiendo órdenes”. Así, diseñó este trabajo para estudiar hasta qué punto la gente estaba dispuesta a seguir órdenes de una figura de autoridad, aún cuando estas órdenes estuvieran en conflicto con sus propios valores.

Ideó un sencillo experimento: en cada sesión participaban dos personas. Una era el “profesor” y la otra el “alumno”. El director del experimento les explicaba a ambos que iban a estudiar los efectos del castigo en el aprendizaje. Después, llevaban al “alumno” a una habitación donde lo sentaban en una especie de pequeña silla eléctrica; le ataban los brazos con correas y le ponían un electrodo en la muñeca. ¿Qué tenía que hacer? Le leían unas listas de pares de palabras, que luego tendría que recordar. Por cada error que cometiera, el “profesor” le administraría una descarga eléctrica de intensidad creciente.

Pero el experimento tenía algunos trucos: en realidad no iba sobre el alumno y los efectos del castigo en el aprendizaje. Este experimento se centraba en el “profesor”, y en averiguar cuanto dolor podía infringir una persona normal a otra, simplemente porque otra le ordenara hacerlo. Mientras el alumno se sentaba en su “silla eléctrica”, el “profesor”era sentado delante de un imponente “generador de descargas”: un tablero de instrumentos con 30 interruptores de palanca con el voltaje marcado en cada uno, yendo de 15 a 450 voltios. Además, para que no hubiera lugar a dudas, estaba escrita junto a cada etiqueta de voltaje la descripción de sus efectos: descarga ligera a moderada, fuerte, muy fuerte, intensa, de intensidad extrema hasta la última, donde ponía “Peligro: descarga grave”.

La otra trampa es que el alumno en realidad era un actor que no recibía ninguna descarga. Según va creciendo la intensidad de la descarga la reacción del “alumno” va siendo mayor, en las primeras no hay apenas reacción, con 150 voltios pide por favor que paren ya, con 285 lanza un grito de agonía y poco después ya no emite ningún ruido. Ante el manifiesto dolor del “alumno” los “profesores” muestran su intención de abandonar la prueba, pero cada vez que dudan de administrar una descarga, el experimentador les ordena seguir. A veces era suficiente con una única frase: “por favor, continúe”.

Una pequeña parte de los sujetos que participaron en el experimento plantaron cara y abandonaron la prueba, pero la mayoría continuaron obedeciendo hasta el final las órdenes del experimentador.

Antes de iniciar los experimentos Milgram pidió a un grupo de psiquiatras, estudiantes, profesores universitarios, y trabajadores comunes que predijeran el resultado. Y hubo bastante acuerdo: la mayoría supusieron que casi todos se negarían a obedecer. Los psiquiatras, en concreto, anticiparon que la mayoría no pasaría de los 150 voltios cuando la víctima pidiera explícitamente que la dejaran irse. Esperaban que solo un 4% llegaría a los 300 voltios, y que únicamente uno de cada 1.000 administraría la descarga máxima del tablero.

¿Qué pasó en realidad? Que estas predicciones se alejaron mucho de los resultados finales. De los 40 sujetos del primer experimento, 25 obedecieron hasta el final, más de la mitad. Algunos argumentaron que esos resultados eran extremos porque los participantes, estudiantes de Yale, eran muy agresivos y competitivos y que con “gente común” los resultados serían diferentes. Entonces repitieron el experimento con personas de diferentes estratos sociales de una ciudad vecina, pero los resultados fueron exactamente los mismos. Después lo repitieron en diversos países como Alemania, Italia, Sudáfrica y Australia y el grado de obediencia que observaron fue siempre algo mayor a los observados en primer lugar. Estaban escandalizados con los resultados obtenidos, y a cada réplica que hacían, eran peores…

Estos resultados están de acuerdo con la tesis de Hanna Arent, quien sugirió que la estrategia del fiscal para pintar a Eichman como un monstruo sádico era un error, y que él era más bien un burócrata sin imaginación que se limitaba a cumplir con su trabajo desde el escritorio sin cuestionarse nada. Este planteamiento le supuso muchas críticas, porque la gente suponía que tales monstruosidades tenían que venir de una persona brutal y retorcida. Pero los experimentos de Milgram le daban la razón.

Y eso, teniendo en cuenta que en sus estudios la autoridad del experimentador era débil, ya que no tenía casi ninguno de los recursos de represalia disponibles en otras situaciones jerárquicas (como en la relación jefe-empleado o padres-hijos y no digamos ya en el régimen nazi). En este trabajo el experimentador no amenazaba con castigos ni ofrecía incentivos, pero pese a estas limitaciones conseguía un grado alarmante de obediencia.

¿Por qué actúa así la gente en estas situaciones? Uno de los mecanismos que explicaría estos resultados es que cuando se está obedeciendo, la persona llega a considerarse un instrumento para realizar los deseos de otra, por lo que deja de sentirse responsable de sus propios actos. Para que una persona se sienta responsable de sus actos, tiene que sentir que es él quien decide acerca de su propia conducta. Si seguía ordenes, la responsabilidad percibida es menor o incluso nula.

La conclusión que cita Milgram es que “No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos”.

Después de conocer estos datos, podemos entender que la obediencia no sería una virtud absoluta, sino que también es interesante que transmitamos a nuestros niños que no siempre hay que obedecer, especialmente si no estamos de acuerdo en lo que se nos pide que hagamos. Es preferible fomentar el pensamiento crítico que la obediencia ciega.

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Licencia Creative Commons Este artículo, escrito por Alberto Soler Sarrió se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.

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