La aceptación frente al sufrimiento

Gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, vivimos en una época en la que parece que no tienen cabida el malestar y el dolor. Y en parte es así, ya que por suerte no tenemos que enfrentarnos a los grandes desafíos que en otros momentos ha tenido que hacer frente la humanidad. No obstante, ello nos puede transmitir el mensaje erróneo de que el dolor o el malestar es algo que siempre podemos evitar. En muchas ocasiones, la negación o evitación del dolor es más dañina que el dolor en sí.

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Si miramos a nuestro alrededor, vivimos en un mundo donde el dolor apenas tiene cabida; se nos transmite que el bienestar consiste en disfrutar de forma inmediata, cuando más mejor, sin tener ninguna dificultad ni contratiempo. La sociedad actual llega a demonizar el sufrimiento como algo anormal.

Cuando el objetivo principal es “sentirse bien siempre” acabamos orientando nuestra vida únicamente hacia la búsqueda del placer y la evitación del dolor. En este sentido, algunos investigadores (Hayes, Wilson, Gifford, Follete y Strosahl, 1996; Luciano y Hayes, 2001) llegan a hablar del Trastorno de Evitación Experiencial, que consistiría en un patrón de conducta inflexible según el que, para poder vivir, se actúa bajo la necesidad de controlar y/o evitar cualquier pensamiento, recuerdo, sensación o conducta relacionado con el malestar. De este modo, la necesidad permanente de evitar el malestar y la de tener placer inmediato para vivir obligan a la persona a actuar de un modo que, paradójicamente, no le deja vivir. Los días se reducen a hacer cosas para que desaparezca el malestar, llegándose a abandonar acciones que sí tendrían una función vital importante.

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Aunque este patrón de conducta pueda resultar efectivo a corto plazo, en la medida en que consigue reducir o eliminar temporalmente el malestar, puede fácilmente convertirse en crónico, llegando a producir una limitación en la vida personal.

El caso es que este patrón negativo, lejos de solucionar el problema, está impidiendo acciones positivas, tendentes a la realización de la vida. Imaginemos por ejemplo una persona que ha sufrido mucho en una relación sentimental y que ahora necesita estar completamente segura de que no será dañada para iniciar o mantener una relación personal. Esta persona puede ver muy mermada su vida social y afectiva ya que la constante evitación del posible malestar acaba impidiendo toda opción de conexión íntima con los demás. El control que ha llevado a cabo para evitar el malestar, al final acaba formando más parte del problema que de la solución.

Al enfrentarnos con situaciones que nos producen malestar o dolor, podemos distinguir entre dos fuentes diferentes de malestar: el malestar primario y el malestar secundario. El primario sería aquel derivado directamente de la experiencia desagradable, el cuál es difícil (si no imposible) de evitar. Por otro lado tendríamos el secundario, que está formado por todas nuestras reacciones habituales ante estas experiencias, como por ejemplo, la tensión, ansiedad, pensamientos negativos, etc. Este segundo tipo de malestar es el que es verdaderamente dañino y el que identificamos como sufrimiento. Sin embargo, este malestar secundario sí es evitable, a diferencia del primario.

De este modo, el sufrimiento es un fenómeno secundario, el dolor es primario. El dolor es simplemente un hecho, el cual no juzgamos de manera emocional. Simplemente, hay dolor, no es bueno o malo, sólo es. No le damos valor, es simplemente un hecho.

Es evidente que cualquier persona desea evitar el malestar siempre que le sea posible. Por ello, si nos duele la cabeza tomamos un analgésico, sería absurdo no hacerlo. El problema viene cuando tratamos de aplicar estos mismos principios a situaciones o condiciones que no son susceptibles de cambio, por ejemplo, una enfermedad crónica, un cambio vital importante, o los pequeños inconvenientes que se derivan del día a día. En estos casos, debemos responsabilizarnos de nuestras acciones, pero partiendo de la aceptación de la realidad.

Por ejemplo, en el caso de una enfermedad crónica, no proporciona ningún beneficio el lamentarse de la enfermedad y sentirse desgraciado o desdichado por sufrirla (“por qué me sucede esto a mi”). En este caso se hace imprescindible aceptar la enfermedad y responsabilizarse de llevar a cabo todas las conductas necesarias para nuestro autocuidado, así como todas las adaptaciones necesarias en nuestros hábitos.

Crecer implica afrontar la realidad, aceptar los hechos, por dolorosos que sean. Pero en ello no tiene por qué haber sufrimiento.

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Este artículo, escrito por Alberto Soler Sarrió se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.

 

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