Queremos creer: ¿por qué nos dejamos engañar por las pseudociencias? [Vídeo]

Hasta las personas más inteligentes a veces creen en cosas verdaderamente estúpidas; por ejemplo, el mismo Steve Jobs, que con uno de los pocos tipos de cáncer de páncreas curables , optó por “tratamientos naturales” que le llevaron a la tumba. Y como él, muchas personas anónimas. Los hay que creen que el hombre nunca llegó a la luna, los que creen en el horóscopo, el tarot, los chakras o los ovnis, los que dicen “a mí la homeopatía me funciona” o los que creen que las vacunas causan autismo. Y la lista es infinita. ¿Qué tienen en común todo esto? Por un lado, que es un mercado que funciona muy bien: detrás de todas estas ideas hay gente que se lucra a costa de la credulidad de los demás. Y por otro lado, que todas esas creencias son meras supersticiones facilitadas por un modo muy concreto de funcionar de nuestro cerebro.

Las personas necesitamos creer, en algo, en lo que sea. En parte ello se debe a la aversión que tenemos por la incertidumbre. Preferimos creer que dudar, la duda es incómoda y la creencia nos soluciona ese problema. Es algo que ha venido sucediendo desde que el hombre es hombre: suena un trueno, lo cual es algo verdaderamente extraordinario, y como algo tan grande e imponente no puede ser casual, nos inventamos el dios del trueno para explicarlo. Cae agua del cielo, y creamos al dios de la lluvia. Y así hasta nuestros días, donde muchas personas creen en conspiraciones del gobierno, en los Illuminati o en los espíritus. Atribuimos origen y causalidad a aquello que consideramos extraordinario, porque creemos que “grandes fenómenos” deberían tener detrás “grandes causas”. Y no siempre es así.

De este modo vemos como tendemos muchas veces a ver causalidad donde no la hay, donde sólo hay datos aleatorios que incomodan a nuestro cerebro. A veces las casualidades existen: no porque A y B se den al mismo tiempo significa que A y B estén relacionados. Y tampoco porque se produzca A y luego B significa que A sea el causante de B. Pero a nuestro cerebro le encanta establecer esas conexiones para bajar nuestro nivel de incertidumbre. Por ejemplo, haber tomado homeopatía y haber mejorado en la sintomatología de un resfriado no tiene por qué estar relacionado, y de hecho no lo está. Al menos a día de hoy no existe ningún estudio científico que así lo afirme. Hay muchos estudios que, de modo jocoso, muestran la correlación que existe entre la población de cigüeñas en una determinada ciudad y el nacimiento de bebés. Ambas variables correlacionan, pero ello no quiere decir que estén relacionadas. Al igual que entre la homeopatía y los resfriados hay otra tercera variable que explica la recuperación, el propio proceso autolimitado del resfriado común, aquí también hay otra variable que explica este efecto: el tamaño de la ciudad: a mayor área urbana, más cigüeñas y también más nacimientos de bebés. Si tenéis curiosidad, en esta web podéis hacer ver muchas de estas correlaciones llamadas “espurias”.

Al igual que tendemos a ver causalidad donde sólo hay casualidad, también a nuestro cerebro le gusta jugar a identificar patrones. De hecho es una de las cosas que mejor se le dan a nuestro cerebro. Ya lo hemos dicho, nuestro cerebro siente aversión por la información ambigua, por lo que cuando se encuentra ante un patrón de estímulos que no comprende, trata de identificar un patrón en esa información abstracta, nuestro cerebro “conecta los puntos”. De hecho hay dos fenómenos psicológicos que están relacionados con esta tendencia a la búsqueda de patrones: la pareidolia y la apofenia.

La pareidolia es un fenómeno psicológico donde un estímulo vago y aleatorio (habitualmente una imagen) es percibido erróneamente como una forma reconocible. Ver formas en las nubes, caras de mujer en la superficie de Marte o figuras religiosas en las manchas de humedad de la pared tienen detrás este fenómeno. En nuestro cerebro, hay un área concreta que se encarga de ello, el giro fusiforme del lóbulo temporal

Por su lado, la apofenia (o patronicidad) es la experiencia consistente en ver patrones, conexiones o ambos en sucesos aleatorios o datos sin sentido. Esta tendencia a identificar patrones está relacionada con una sustancia cerebral llamada dopamina; si se administran agonistas dopaminérgicos (sustancias que incrementan la dopamina, como la cocaína o las anfetaminas -incluída la medicación para el TDAH-) las personas tienden a ver más patrones; si se administran antagonistas (que disminuyen esta sustancia, por ejemplo los fármacos que se usan en el tratamiento de la esquizofrenia) se ven menos.

Otro fenómeno psicológico que está detrás de nuestras exóticas creencias es el sesgo de confirmación, la tendencia a favorecer la información que confirma las propias creencias o hipótesis: prestamos más atención a la información que coincide con nuestras expectativas y deseos previos, descartando toda la información que nos hace entrar en contradicciones. Los que creen en las conspiraciones suelen prestar sólo atención a información que confirma sus creencias conspiranoicas, descartando la información que hace que sus creencias se tambaleen. Sin embargo muchas veces somos ciegos a cosas que tenemos delante de nuestros propios ojos: mientras nos preocupamos por cortinas de humo, cada vez reaccionamos menos ante la corrupción, la pobreza o la guerra.

El funcionamiento de nuestra memoria tampoco es perfecto, o al menos no funciona como muchas veces creemos que lo hace. No grabamos en nuestro cerebro recuerdos como si de una película se tratase, ni lo recordamos todo, ni todo lo que recordamos verdaderamente ha sucedido. Hay personas que afirman que “cada vez que ha sonado el teléfono y he pensado en fulanito, resulta que era él quien llamaba”., fenómeno que atribuyen a algún tipo de percepción extrasensorial. Probablemente sea verdad lo que cuentan, y eso haya ocurrido unas cuantas veces, pero esa persona está olvidando todas las muchas ocasiones en las que el teléfono ha sonado, ha pensado en fulanito, pero en verdad quien llamaba era menganito. O las veces en las que has pensado en fulanito pero no ha llamado nadie. Recordamos con más frecuencia la información o los acontecimientos más extraordinarios, y olvidamos el resto.

También tenemos una extraña empatía por los proscritos, los malditos, los que van a la contra. Es lo que hace que al escuchar “Expulsan a un científico de la Universidad de X que afirma haber descubierto que el agua con azúcar cura” le creamos y empaticemos con él; pero no prestamos atención al hecho de que le echaron de esa universidad por su falta de rigor profesional, y que frente a ese único estudio hay cientos de miles que afirman lo contrario.

Así hay muchos más fenómenos psicológicos que están detrás de nuestras creencias más irracionales; pero el mensaje ya ha quedado claro: “creer” es el camino fácil, sólo hay que dejarse llevar y el cerebro lo hace todo él sólo, porque está programado para ello. Ser racional, escéptico o simplemente dudar, es mucho más difícil porque nos resulta muy incómodo no tener algo en lo que creer.

Ademas, muchas personas piensan que la ciencia es algo que les es ajeno y que hacen personas con bata blanca, sin darse cuenta de la importancia que tiene en su día a día. Esta falta de pensamiento científico tiene, en parte, su origen en la poca presencia de estos temas en nuestro sistema educativo y medios de comunicación (o en los presupuestos del gobierno).

La vida es maravillosa, y el mundo está lleno de acontecimientos verdaderamente fascinantes. No necesitamos recurrir a la magia, la brujería o las supersticiones para poder maravillarnos con el mundo que nos rodea. Pero hasta que no reconozcamos la importancia que la ciencia tiene en nuestro día a día, y lo necesario que es desarrollar un pensamiento crítico y escéptico, seguiremos siendo blanco fácil para todos esos que buscan lucrarse a costa de la credulidad de los demás. 

Licencia Creative Commons Este artículo, escrito por Alberto Soler Sarrió se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.

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