A principios de los años 70, el Dr. Philip Zimbardo recibió un encargo de la Armada de los EEUU: tenía que realizar un estudio sobre la vida en la prisión para comprender los conflictos que, con cada vez más frecuencia, se estaban dando en las cárceles americanas. Pero el experimento se les fue de las manos y hoy se estudia en todas las universidades para mostrar el poder tan grande que tienen las etiquetas y cómo ciertas situaciones pueden llevar a gente corriente, incluso buena, por el camino del mal.. ¿Qué pasó?
Nada más recibir el encargo de la Armada americana, Zimbardo y su equipo se pusieron manos a la obra y comenzaron con la selección de los participantes que formarían parte del experimento. Para ello pusieron el siguiente anuncio en la prensa: “se buscan estudiantes masculinos para participar en un estudio psicológico sobre la vida en la prisión. Se pagarán 15$ diarios a lo largo de una o dos semanas. Comenzaremos el 14 de agosto. Para más información y solicitudes, pónganse en contacto con…” Tened en cuenta que esos 15$ diarios serían el equivalente hoy a 90$, lo cual es un auténtico pastizal para un estudiante universitario.
De las 70 solicitudes iniciales aceptaron a 24 participantes después de hacerles numerosas pruebas para comprobar que se encontraban físicamente en perfectas condiciones y que eran psicológicamente estables. Todos eran jóvenes, universitarios, blancos, y de clase media. A estos 24 voluntarios se les asignó aleatoriamente a uno de los dos grupos que formarían el experimento: carceleros o prisioneros.
Zimbardo estaba verdaderamente obsesionado con lo que se conoce como validez ecológica del experimento: esto es, que lo que allí sucediera fuera un reflejo lo más fiel posible de lo que ocurre en el mundo real. Para ello, construyeron una cárcel específicamente para el experimento, y la situaron en los sótanos del departamento de Psicología de Stanford, un investigador sería el “alcaide” y Zimbardo se autoproclamó como “el superintendente” de la prisión.
El ambiente carcelario que crearon fue tremendamente realista. Los guardias recibieron porras y uniformes de aspecto militar, así como gafas de espejo que impedían el contacto ocular. Trabajarían a turnos y podrían ir a descansar a sus casas cuando terminaran sus horas. Se les prohibió explícitamente ejercer la violencia física sobre los presos, pero se les dijo que era su responsabilidad dirigir la prisión y que debían hacerlo como estimaran conveniente. Se les explicó que ellos tendrían todo el poder y los prisioneros no tendrían nada de poder.
Por su lado, los prisioneros vestían únicamente con batas y sandalias, sin ni si quiera permitirles llevar ropa interior. Se les llamaba por un número que llevaban cosido en el uniforme, en lugar de utilizar sus nombres. A ellos no se les dio ninguna instrucción especiales tras haber pasado por la selección, tan solo les dijeron que esperaran en casa hasta y que ya les avisarían el día que comenzara el experimento.
De repente, un día, sin previo aviso, estando tranquilamente en sus casas, llegó la policía y les imputaron por robo a mano armada, para después ser arrestados. Este show (recordemos la obsesión de Zimbardo por la “validez ecológica”) fue llevado a cabo policías reales que colaboraron en esta parte del experimento. Los presos pasaron por todo el procedimiento de detención, fueron fichados, les tomaron fotos, las huellas, les leyeron sus derechos, etc. y posteriormente fueron trasladados no a una cárcel tal, sino a la prisión ficticia de la universidad.
A partir de aquí todo se desarrolló con mucha rapidez y pronto la cosa se descontroló. Los prisioneros sufrieron (y aceptaron) tratos sádicos y humillantes.
El segundo día del experimento ya se produjo un motín, y los guardias no tuvieron problemas en trabajar horas extras para disolver la revuelta. Atacaron a los prisioneros con extintores sin la presencia de los investigadores, además decidieron dividir a los prisioneros en celdas de “buenos” y “malos” o peligrosos, para hacerles creer que había informantes entre ellos. A partir de este momento los abusos, agresiones y humillaciones se convirtieron en norma. El momento del recuento de presos evolucionó hacia experiencias traumáticas con catigos físicos y ejercicios forzados. El permiso para al cuarto de baño se convirtió en un privilegio que podía ser denegado. Se obligó a algunos prisioneros a limpiar retretes con las manos desnudas, se retiraron los colchones de las celdas “de los malos” y se les obligó a dormir desnudos en el hormigón, se les castigaba a veces sin comida o a ir desnudos como forma de humillación. Chicos normales, en principio “buenos” se habían corrompido por el poder de los papeles les habían asignado, así como por el soporte institucional que estaban recibiendo.
El propio Zimbardo cuenta que el cuarto día escucharon rumores de un intento de fuga, por lo que trataron de trasladar el experimento a una prisión real “por ser una opción más segura”. La policía, obviamente, se negó a esto y el investigador se enfadó por esta “falta de coorperación”. Parece que hasta el propio Zimbardo se estaba metiendo demasiado en su papel…
La crueldad de los carceleros fue en aumento, especialmente por las noches cuando pensaban que las cámaras no estaban grabando, y muchos se enfadaron cuando el experimento se canceló.
El estado emocional de los prisioneros se deterioró de manera importante, los llantos y la dificultad para pensar con claridad eran frecuentes entre ellos, dos de ellos sufrieron traumas severos por los que tuvieron que ser retirados del experimento. Uno de los prisioneros se declaró en huelga de hambre por el trato que estaba recibiendo, y como consecuencia lo pusieron en una celda de aislamiento, sujetando las salchichas que se había negado a comer. Finalmente el Dr. Zimbardo tuvo que intervenir para que le permitieran volver a su celda.
Un experimento que tenía que haber durado dos semanas tuvo que ser cancelado al sexto día de su inicio; una estudiante de postgrado visitó la prisión que habían construido y se alucinó con el panorama. Ella vio cómo los guardas colocaban bolsas en las cabezas de los prisioneros y les hacían desfilar con las piernas encadenadas, como zombis, mientras los guardas les gritaban barbaridades. Maslach, la estudiante, salió de allí llorando y exigió que se cancelara el experimento. Luego Zimbardo, al recordar el experimento, señalaba que de las más de 50 personas externas al experimento que visitaron la prisión ella fue la única que cuestionó su moralidad. El Dr. Zimbarro explica que aquella situación había corrompido también a los propios experimentadores, quienes no se estaban escandalizando por todo lo que estaba ocurriendo. 6 días después de empezar el experimento, 8 antes del final previsto, este se canceló.
Y bien, ¿qué aprendemos de todo esto?, ¿qué sentido tuvo el experimento? Este experimento remarca como las personas somos capaces de jugar los papeles que se nos asignan hasta llegar a niveles extremos. Es un perfecto ejemplo de los peligros que tienen las etiquetas: tanto de carceleros como presos se comportaron de acuerdo al rol que les asignaron: los carceleros con violencia y crueldad, pero por otro lado, los prisioneros “agachando cabeza” y aceptando cosas que en otras condiciones no habrían aceptado. El comportamiento tanto de los prisioneros como de los carceleros fue el resultado de la situación en la que estaban, y no de sus personalidades previas, porque recordemos que los grupos se formaron totalmente al azar partiendo de personas sanas y equilibradas.
Este el experimento ha sido muy criticado, tanto por sus implicaciones éticas, como por cuestiones metodológicas (por ejemplo por la implicación excesiva del propio Zimbadro), pero más allá de todo esto, es un ejemplo del poder que tienen las etiquetas para influir el comportamiento. La mayoría de nosotros tenemos el potencial para el bien y para el mal, pero somos muy sensibles a los efectos de la situación, por lo que los padres y los educadores tenemos que esforzarnos por no empujarles hacia la dirección equivocada.