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Entrevista en el portal médico Webconsultas

La semana pasada se publicó la entrevista que la periodista Diana Oliver (@Diana_Oliver) me hizo para el portal médico Webconsultas; en ella hablamos sobre crianza, maternidad y paternidad, educación, escuela, padres hiperexigentes, y un montón de temas interesantes. Os dejo un fragmento de la entrevista, que podéis leer al completo en este enlace.

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La educación de los hijos es una preocupación habitual en todos los padres. Sin embargo, muchos presionan en exceso a los hijos, especialmente en temas relacionados con los estudios, sometiéndoles a una presión innecesaria y perjudicial. Son los padres hiperexigentes. Alberto Soler, psicólogo y especialista en psicoterapia, organiza charlas para padres enfocadas en la crianza de los hijos y cada semana lanza en su videoblog de Youtube –en el que cuenta con más de 4.000 suscriptores y casi 140.000 visualizaciones– un vídeo explicativo que bajo el nombre de ‘Píldoras de psicología’ aclara dudas acerca de temas recurrentes que suelen aparecer una y otra vez a lo largo de sus sesiones de terapia. Y lo hace de forma sencilla, directa y amena. Charlamos con él sobre cuestiones clave en la educación infantil, un tema que nos preocupa a todos porque como padres siempre queremos lo mejor para ellos pero, como explica el psicólogo, “a veces lo que hacemos para darles eso que consideramos lo mejor, quizá no es en verdad tan bueno para ellos”.

Siempre ha sido en cierto modo así, pero una tiene la sensación de que cada vez los padres presionan más a sus hijos a estudiar, están más encima. ¿Llegan cada vez más padres a consulta preocupados por este aspecto de la vida de sus hijos?

Un motivo recurrente de consulta son los padres preocupados por el rendimiento académico de sus hijos. Detrás de esta consulta los motivos no pueden ser más legítimos: “¿Estará mi hijo sano? ¿Tendrá algún problema y por eso sus calificaciones son tan bajas?”. Pero a veces lo que se esconde detrás de todo esto, y es algo a lo que muchos padres son ajenos, es el exceso de presión al que sometemos a los niños.

Tenemos un sistema educativo en el que una población muy diversa debe volverse homogénea y cumplir unos mismos criterios (ello pese a todas las medidas de diversificación y adaptación que hace años se han incluido). Es normal que haya niños con un menor rendimiento en ciertas materias, o en ciertos momentos de su escolarización. No todos somos buenos en todo, y todos tenemos malas épocas. No obstante es verdad que en ciertos casos un cambio brusco en las calificaciones del niño puede ser la señal de que hay algo más que no funciona bien, como problemas de adaptación, afectivos, familiares o de otra índole.

(…)

Podéis seguir leyendo la entrevista completa en Webconsultas.

 

la ansiedad no es mala

La ansiedad no es mala. Os cuento por qué [Vídeo]

Muchas personas tienen como objetivo no tener nunca ansiedad, pero esto es algo sencillamente imposible. La ansiedad no es mala, sino que el problema viene cuando aparece de manera injustificada. ¿En qué consiste la ansiedad?, ¿por qué aparece? Os lo cuento en esta nueva Píldora, ¡espero que os guste!

Respuesta evolutiva

Todos estamos aquí gracias a la ansiedad, somos los descendientes genéticos de una larga saga de personas que tuvieron ansiedad en un momento dado, la cual les permitió luchar o huir ante los peligros. Es esa ansiedad la que nos activaba cuando vivíamos en la selva y teníamos delante a un depredador. Esa ansiedad nos permitía salir huyendo de la situación para luego llegar a nuestra cueva y poder pasar nuestros genes a otras generaciones. Quienes no se pusieron nerviosos ante el depredador, no volvieron nunca a su cueva. La ansiedad es la respuesta que da nuestro cuerpo cuando percibe una amenaza a la que debe hacer frente. Para ello, se desencadena una activación del sistema nervioso simpático que moviliza los recursos necesarios para luchar o huir de esa amenaza.

Tanto el estrés como la ansiedad son respuestas adaptativas que nos permiten hacer frente a situaciones complicadas en un momento dado. El problema es cuando estas respuestas se prolongan durante demasiado tiempo, en el caso del estrés, o cuando aparecen en ausencia de una amenaza real en el caso de la ansiedad.

Muchas personas quieren no tener nunca ansiedad, pero desear algo así sería como esperar no ir nunca al baño, nunca sudar o que nunca nos doliera nada. Imposible. No tenemos que aspirar a vivir sin estrés o ansiedad, sino mantener estas respuestas a raya. Conociendo cuáles son nuestros límites y no tratando de alcanzar imposibles, y cuidando de no identificar como amenazas cosas que no lo son.

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discusiones por la crianza

Cuando la pareja discute por la crianza de los hijos [Vídeo]

¿Alguna vez habéis discutido con vuestra pareja por temas relacionados con la crianza de los hijos? Si es así, e imagino que el 90% habréis respondido que sí, el tema de esta semana os interesa mucho. Vamos a intentar averiguar qué podemos hacer cuando en la pareja tenemos diferentes visiones acerca de la crianza de los hijos.

¿Por qué hay en la pareja discusiones por la crianza?

Nos encontramos inmersos en un proceso de cambio en los roles tradicionalmente asignados a hombres y mujeres, y esto tiene algunas consecuencias. Un estudio realizado en 2011, encontraba que las parejas tienen una relación más sólida y de más apoyo cuando el padre pasa más tiempo jugando con el niño pero participando menos en su cuidado. Sin embargo, vieron que las parejas tenían más problemas y diferencias cuando el padre adopta un papel más activo en la crianza de su hijo: no es de extrañar, ya que si dos personas son las responsables de tomar las decisiones, hay más probabilidad de conflicto que si es una sola quien las toma. Por eso, el modo en el que la pareja aborde tales discrepancias va a ser determinante para que estas ayuden a construir una relación más firme y una crianza más respetuosa, o bien para enfrentar y distanciar a los miembros de la pareja.

Nada más llega la pareja a casa tras unos días en el hospital comienzan esas primeras diferencias: ”¿otra vez al pecho?”, “mejor no cogerle tanto para que no se acostumbre, ¿no?”, “¿y si le damos un bibe de refuerzo?” y conforme pasa el tiempo éstas no dejan de aparecer: ”ya sería bueno que pasara a su habitación, que para eso la compramos…”, “bueno, pues en septiembre a la guarde, ¿no?”, “no deberíamos triturar un poco más la comida, con trozos tan grandes se va a atragantar”, y podría seguir la lista casi hasta el infinito.

Ser pareja no implica necesariamente compartir en todo momento los mismos puntos de vista sobre la crianza de los hijos, pero sí lleva implícita la responsabilidad de poder trabajar sobre estas diferencias de un modo constructivo y respetuoso para ambos. Porque el respeto en la crianza no debe estar restringido al hijo, sino que debe ser extensible a aquellas personas que opinan o actúan de modo diferente a nosotros, especialmente si es nuestra pareja.

Una primera herramienta que vamos a necesitar para hacer frente a estas diferentes formas de ver la crianza será, como no puede ser de otro modo, el diálogo. Pero no un diálogo para convencer al otro: son muchas las parejas que más que dialogar se esfuerzan tanto en replicar los argumentos de su pareja que ni siquiera escuchan su punto de vista. Es necesario comprender al otro y a veces ceder, ya que sin una buena dosis de flexibilidad el diálogo no es posible.

En la diferencia está la riqueza

Padres y madres somos y debemos ser diferentes; cada uno aportamos algo distinto a nuestros hijos. Esperar que nuestra pareja tenga en todo momento la misma opinión y visión que nosotros no sólo es ingenuo, sino que empobrece la calidad de la relación que se establece entre todos los miembros de la familia. Son muchas las parejas que se distancian porque consideran que la forma de actuar de cada uno de ellos es la correcta, por lo que el otro debería cambiar y actuar en consonancia. De hecho, un reciente estudio encontraba que el valor del papel del padre en la crianza venía dado, precisamente, porque hace las cosas de un modo diferente a la madre. No es que sea mejor o peor, simplemente es diferente, y de ahí viene la riqueza e importancia de su papel.

No todos los temas son igual de importantes

Muchos padres y madres se enzarzan con la misma beligerancia al hablar sobre qué fruta es mejor para merendar, que cuando hablan sobre qué escuela quieren para sus hijos o la reducción de jornada de uno de ellos. Si le concedemos a todo la misma importancia, de repente todo la pierde. Priorizar y ceder se convierten en herramientas muy importantes.

Mientras que hay asuntos en los que es posible (y deseable) respetar los distintos modos de actuar de cada progenitor, hay otros en los que no es posible. En los asuntos menores os será sencillo llegar a acuerdos y respetar la diferencia, pero cuando hablamos de los grandes temas la cosa se complica: lactancia, colecho, escolarización, límites con la familia, conciliación laboral, etc. son asuntos que tienen implicaciones a más largo plazo, mayor componente emocional y que requieren de la implicación total de ambos progenitores, por lo que van a hacer necesarias mayores dosis de diálogo y negociación. Estos grandes temas es recomendable comenzar a tratarlos antes del nacimiento de su hijo; es una buena idea incorporar el diálogo sobre estos temas a la preparación de la llegada del hijo, junto a otros temas “menores” como la elección del nombre o la decoración de la habitación, ya que la importancia que van a tener en su desarrollo a corto y largo plazo sin duda va a ser enorme.

Las discusiones por la crianza

Llegados a este punto muchas parejas dicen: “sí, pero es que nosotros cuando hablamos de estos temas acabamos discutiendo”. Todas las parejas discuten, y este hecho en sí no es algo negativo. Es importante controlar la intensidad, la frecuencia y la utilidad de las discusiones. Nunca hay que faltar el respeto, agredir física o verbalmente a la otra persona, tolerar menosprecios o humillaciones. Si las discusiones se dan con demasiada frecuencia es probable que la pareja haya entrado en una fase en la que, lejos de luchar codo a codo para lograr un objetivo común, luchan entre ellos para evitar invasiones a su terreno. La discusión debe servir para llegar a un punto en el cual desbloqueemos el tema que nos ha llevado ahí, y cuando no somos capaces, no es descabellado buscar ayuda profesional que ayude a la pareja a salir del bloqueo en el que se encuentra.

¿Y qué pasa si discutimos delante de los hijos? Pues dependerá de cómo se discute. Si estamos hablando de discusiones enriquecedoras, civilizadas, llenas de respeto por el otro y de buenas formas, estaremos transmitiendo a nuestros hijos un modelo de un elevado valor educativo. Si por el contrario simplemente nos estamos ”peleando” por cualquier nimiedad, primero es mejor que no lo hagamos, y si no es posible, al menos no habría que hacerlo en su presencia.

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Mentirse a uno mismo y la disonancia cognitiva

Mentirse a uno mismo y la disonancia cognitiva

Que nos mentimos a nosotros mismos es un hecho; lo hacemos por los más diversos motivos, pero la cuestión es que a lo largo del día nos mentimos un montón de veces, ¿por qué lo hacemos? Hay un fenómeno psicológico llamado disonancia cognitiva que nos puede ayudar a entenderlo. ¡Vamos allá!

Puede parecer que mentirse a uno mismo es como hacer trampas al solitario, y en realidad es lo mismo. Pero tiene un sentido: no son mentiras que hagamos de un modo totalmente consciente, sino que es un recurso que emplea nuestro cerebro para dar algo de coherencia a nuestras acciones y pensamientos.

Las personas a veces podemos llegar a ser muy cabezotas y mantener ciertos argumentos cuando éstos ya no son válidos, es algo que ya tratamos cuando hablamos del miedo al cambio. Estas mentiras que a veces nos decimos a nosotros mismos se deben, entre otros motivos, a un fenómeno que los psicólogos llamamos disonancia cognitiva.
Este concepto hace referencia a un estado emocional desagradable que surge como consecuencia de la discrepancia entre ideas y creencias que tenemos acerca de algo, o entre estas ideas y las conductas que llevamos a cabo. Esta sensación desagradable nos lleva a realizar conductas o crear justificaciones que eliminen o reduzcan la disonancia, es decir, mentirnos a nosotros mismos.

Evitar la disonancia cognitiva se acaba convirtiendo en una constante de nuestro día a día, por lo que empleamos gran cantidad de esfuerzo en mantener nuestras ideas a salvo de las peligrosas amenazas externas.  Eso puede llevarnos a justificar del modo más exótico posible ciertas conductas que llevamos a cabo para que encajen en nuestro sistema de creencias, al tiempo que nos lleva también a negar de un modo frontal cualquier pensamiento o idea que pueda poner en riesgo aquellas que ya teníamos previamente. ¿Os acordáis cuando os hablaba sobre las guerras entre padres y madres por la crianza de sus hijos? Ahí también os hablé de este fenómeno como parte de la explicación a por qué nos comportamos así.

Cuando encontramos algo que encaja con nuestras creencias e ideas, lo aceptamos inmediatamente, llegando a dejarnos llevar por los estereotipos de aquello que se supone que debemos hacer para no alejarnos del concepto que hemos ido formando de nosotros mismos.

Y así nos pasamos gran parte de nuestra vida, haciendo malabarismos para evitar caer en la disonancia. Pero esto tiene una cara B: el mundo cambia, y si nosotros no nos adaptamos y cuestionamos nuestras ideas, cada vez nos va a costar más esfuerzo seguir avanzando.

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culpa padres alberto soler

La culpa es de los padres

Es algo que en mayor o menor medida han vivido todos los padres y madres: esas batallas que se dan con otros padres en el parque, en la guardería, en el colegio, por sus diferentes formas de educar a sus hijos: «yo lo hago bien y tú lo haces mal» sería el resumen de lo que pasa muchas veces por la mente. ¿Por qué actuamos así? Sobre este tema escribí hace algunas semanas en El País Semanal y aquí os lo comparto:

culpa padres alberto solerLa educación y crianza de los hijos es una experiencia maravillosa. Cualquier padre o madre, por exhausto que se encuentre, no dudará en afirmar que es la mejor aventura de su vida. Y probablemente no le falte razón. Pero esta experiencia no está exenta de zonas sombrías. Una de ellas la protagonizan las batallas que se libran entre las distintas maneras que tienen los progenitores de comprender y vivir la enseñanza.

Analizamos, juzgamos y criticamos hasta límites bochornosos a los padres que actúan de un modo diferente al nuestro. Y lo hacemos en parte para protegernos, porque nos va la autoestima en ello: un hijo no deja de ser ese gran proyecto vital en el que un día decidimos embarcarnos, y el resultado de tal hazaña está a la vista de todo el mundo. Su éxito o fracaso también es el nuestro. Siempre es mejor dirigir el foco hacia la paja en el ojo ajeno para salvaguardar así nuestra imagen. Aunque no haya paja. Porque si algo falla, la culpa suele ser de los padres.

Este fenómeno no es nuevo. Hay diversidad de opiniones y formas de proceder en cuanto a la educación, y la crianza siempre ha sido objeto de evaluación social, recayendo esta responsabilidad la mayoría de las veces sobre las madres. En los últimos años, la intensidad del enfrentamiento se ha visto incrementada por dos factores. Por un lado, la popularización de la llamada “crianza con apego”, una corriente opuesta a las tradicionales prácticas conductistas basadas en refuerzos y castigos. Y, por el otro, la injerencia de Internet y las redes sociales, que ha amplificado el conflicto.

Los padres nos sentimos inseguros, aunque esa sensación no deja de ser algo natural. De ella se deriva, en muchas ocasiones, un cierto apego a unos principios que dictan cómo se debe enseñar y que nos proporcionan una certeza que, de otro modo, sería difícil de lograr. Necesitamos aferrarnos a algo para sentirnos seguros y huimos de esa sensación de duda que nos lleva a cuestionarnos si, quizá, hemos emprendido el camino equivocado. Por este motivo, tanto los partidarios de la crianza con apego como aquellos que educan de manera más tradicional pueden seguir hasta las últimas consecuencias estas doctrinas, llegando a mantener posturas extremas muy alejadas de las corrientes que defienden. En última instancia, actuar así desemboca en un conflicto ideológico con quienes actúan y piensan de otro modo.

Se juzga lo diferente por miedo a lo desconocido, pero ¿qué amenaza puede suponer que una persona eduque a sus hijos de otra manera? En el ámbito de la psicología hay un concepto llamado disonancia cognitiva que hace referencia a un estado emocional muy desagradable que surge como consecuencia de la discrepancia entre las creencias que tenemos acerca de algo, o entre estas ideas y las conductas que se llevan a cabo. La tensión que genera incita a comportarse o a crear justificaciones que eliminen o reduzcan esa contradicción.

Evitar el desacuerdo se acaba convirtiendo en un leitmotiv diario, por lo que se emplea gran cantidad de esfuerzo en mantener las ideas a salvo de las peligrosas amenazas externas. Esto puede llevar a los padres a justificar del modo más exótico posible cierto tipo de comportamientos que se adoptan para que encajen en su sistema de creencias, al tiempo que les lleva también a negar frontalmente cualquier pensamiento o idea que pueda poner en riesgo su manera de pensar. La disonancia cognitiva suele estar detrás de las feroces críticas que vierten algunos padres sobre los que actúan de un modo diferente al suyo, percibiéndolos como una amenaza que pone en riesgo su estabilidad.

Por el contrario, cuando encontramos algo que encaja con nuestras creencias se acepta de un modo acrítico, dejándonos llevar por los estereotipos de aquello que se supone que debemos hacer para no alejarnos del concepto que hemos ido formando de nosotros mismos.

La educación de los hijos es una labor que realizan fundamentalmente los padres del niño, y lo hacen de manera conjunta. Pero, a pesar del cambio de roles que se ha ido produciendo en las últimas décadas, la sociedad sigue mirando a la mujer como la última responsable de esta labor. Y es ella también la principal perjudicada por las batallas entre progenitores. La presión social a la que se ven sometidas les genera un estado de tensión e inseguridad que al final acaban protagonizando este tipo de desencuentros.

No ser parte del conflicto. Conforme se avanza en la educación, no es extraño que se acaben haciendo unas cosas que se creían inviables antes de convertirse en padres. La vida da muchas vueltas, y la paternidad lo cambia todo. Excepto ciertas prácticas que han mostrado ser objetivamente positivas (como la lactancia materna) o negativas (como el castigo físico), la mayoría de las decisiones que toman los progenitores tienen un carácter tremendamente personal y dependen, en gran medida, de las condiciones que rodean a la pareja. Si lo juzgamos estamos cayendo en una gran falta de empatía, ya que desconocemos los motivos que llevan a cada individuo a actuar del modo en que lo hace.

Hace mucho tiempo que la educación dejó de ser algo que se hacía en grupo para ser una tarea que hace la familia desde la soledad y el aislamiento, lo que contribuye a percibir las influencias externas como amenazas al sistema de valores que tiene cada uno. En lugar de mostrar una actitud defensiva ante quienes actúan de un modo distinto, se puede comenzar a ver la diversidad como una oportunidad para aprender nuevos recursos y maneras de hacer. Además, hay que desprenderse de la presión de la sociedad, especialmente en el caso de las madres: no somos perfectos, y nuestros hijos tampoco.

Hay muchas maneras de lograr un mismo objetivo, y las recetas mágicas no existen. Aceptarlo es un camino necesario tanto para minimizar el impacto de las críticas como para evitar caer en ellas. Si dejamos de sentir esa necesidad por la perfección, podremos comenzar a hacer las paces con nuestros defectos como padres, dejar de fingir que todo es fácil y comenzar a empatizar con las dificultades que tienen aquellos con los que compartimos la experiencia de criar a un hijo. Buscar lo que nos une resulta mucho más reconfortante que profundizar en las diferencias. Encontrar estos puntos de unión es un modo muy sencillo de incrementar la empatía hacia los demás y sentirse parte de un mismo equipo, en vez de pensar en el otro como en un competidor.

De todas formas, habrá ocasiones en las que seamos nosotros el blanco de comentarios o juicios por parte de terceras personas. Llegado el momento, conviene evitar el conflicto y ser capaces de resolver la situación sin entrar en disputas estériles. No tenemos por qué justificar nuestras decisiones ni estamos obligados a entrar en ningún debate. Negarse a ello no es signo de falta de argumentos, sino de mayor inteligencia emocional. Debemos evitar “morder el anzuelo” ante comentarios como estos: “Ah, ¿que aún duerme con vosotros?”, o “¿es que no toma pecho?”. Frases así no buscan el aprendizaje ni el compartir experiencias, sino rivalizar por quién acierta y quién se equivoca.

Cada uno tiene derecho a tener sus opiniones y formas de actuar, y no hay que justificarlas ante los demás; incluso es legítimo cambiar de postura en el momento en el que se sienta que la estrategia que se estaba empleando ya no resulta igual de eficaz. Reconocer que tenemos estos derechos nos ayudará a manejar bastante mejor las críticas. Quizá deberíamos renunciar a formar parte de esa competición por alcanzar la perfección. Aceptar nuestros defectos (y los de los demás) y admitir las limitaciones nos ayudará a hacer las paces con nosotros mismos. Aunque desconozcamos las respuestas a todas las preguntas, estamos deseando descubrirlas. Podremos llegar a conocer algunas si dejamos de protegernos.

Podéis acceder al artículo original en la web de El País Semanal.

Licencia Creative Commons Este artículo, escrito por Alberto Soler Sarrió se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.

juego libre: los niños necesitan jugar para aprender

El juego libre [Vídeo]

Ya ha llegado septiembre, y después de este pequeño parón veraniego, vuelven las Píldoras de Psicología, y vamos a empezar hablando del juego, y en especial, del juego libre. ¡Espero que os guste!

Siempre se ha visto el juego como si fuera el postre de las comidas: si te lo acabas todo, tienes postre. Si no, nada. Si haces todas tus obligaciones y tareas podrás jugar, si no, nada. Esta visión del juego implica considerarlo algo secundario, prescindible, vacío, carente de valor y que no aporta nada al desarrollo del niño. Sería casi una interferencia que distrae a nuestros hijos de hacer cosas “mucho más importantes”. Y nada más lejos de la realidad. Con estas ideas en mente, muchas veces sobrecargamos a nuestros hijos de deberes y obligaciones, sin saber que verdaderamente el juego es su principal vía de aprendizaje.

Cuando hablamos del juego es importante tener en cuenta de qué edades estamos hablando, pero sin perder de vista que en todas ellas el juego es muy importante:

  • Entre los 0 y los 2 años, predomina el juego funcional o de ejercicio. Al principio el niño solamente reacciona con reflejos frente a los estímulos, pero poco a poco va desarrollando un mayor sentido de acción-reacción y su juego se vuelve algo más complejo.
  • Entre los 2 y los 6 años es cuando aparece el juego simbólico. El niño/a juega a imitar: juega a que cocina, a mamas y papas, a que es conductor de coches…
  • A partir de los 6 años es cuando se desarrolla el juego de reglas.

La importancia del juego

El juego no es algo secundario. Es un derecho de los niños que se sitúa al mismo nivel que otras necesidades o derechos como la educación o el cuidado de su salud. Al menos así es como lo recoge Naciones Unidas en el artículo 31 de la Convención Sobre los Derechos del niño «el niño tiene derecho al esparcimiento, al juego y a participar en las actividades artísticas y culturales».

Está claro que no todos los niños tienen las mismas necesidades, los hay más “caseros” y más “callejeros”, más “movidos” y más “tranquilos”, pero por encima de estas diferencias los niños necesitan mucho tiempo de juego libre, no dirigido, y a ser posible al aire libre. Podemos acostumbrarles a otras cosas, y por ejemplo, que se conformen con ver la tele en casa, pero eso es como saciarles a base de golosinas en vez de proporcionarles comida de verdad. Es importante identificar cuáles son las necesidades de nuestro hijo y facilitar en la medida de lo posible su satisfacción. Un niño con poca libertad de movimiento, con pocos momentos de juego libre y sin control adulto, irá acumulando una tensión que acabará por salir en el momento más inoportuno, por ejemplo, en medio del supermercado.

El juego libre

Pero hay que tener en cuenta que no todo el ocio es juego; cuando hablamos de los beneficios del juego para los niños hablamos de lo que se conoce como juego libre, y en este sentido, cuanto más estructurado está el juego, es menos juego. En el juego libre es el niño el que decide cómo, qué y con quién quiere jugar, establece sus propias reglas, elige los materiales y decide el final del juego sin la intervención de un adulto. Entendiendo de este modo el juego, es fácil asumir que jugar implica probar límites, arriesgarse, ir un paso más de lo permitido y ser capaces de romper las reglas.

Ya tenemos claro qué es el juego, pero también es importante saber qué no es el juego, y aquí no hay que confundir el juego con el mero entretenimiento, ya que ambos no tienen nada que ver. Mientras que el juego es activo y exige mucho del niño, el entretenimiento es pasivo, exige poco de él y está muy estructurado. Dentro del entretenimiento englobamos los videojuegos, la televisión, etc.

El juego libre en nuestro entorno

Pero hoy en día, por desgracia, no acaba de resultar fácil que un niño pueda jugar libremente. Para que se de el juego libre se ha de disponer de espacio, materiales y tiempo, y en su mayoría, las ciudades en las que vivimos no disponen de mucho espacio donde correr y esconderse, y a su vez los niños muy a menudo carecen de tiempo. Da la impresión de que nuestras ciudades están hoy en día más diseñadas para los coches que para las personas, por no mencionar a los niños, que tienen que resignarse a jugar en pequeños recintos vallados que llamamos «parques» porque el resto del espacio público está invadido en su mayor parte por los vehículos a motor y los peligros que éstos implican. Y al final se forma un círculo vicioso: los niños viven en entornos que no facilitan el juego libre con iguales, por lo que los padres les saturan de actividades estructuradas fuera del horario de clase, los niños están más encerrados en casa con sus consolas, y poco a poco pierden un espacio público que siempre les ha pertenecido.

Facilitar este juego libre implica que como padres nos pongamos cara a cara con nuestros propios miedos: que se hagan daño, que se metan en problemas, que se ensucien, qué dirá la gente de ellos, o cuestiones más prácticas como las limitaciones de espacios y tiempo. Sabiendo que no es sencillo, es necesario dar a nuestros hijos a diario la oportunidad de jugar de un modo libre y no estructurado, de al menos durante un rato no estar escuchándonos decir ”así sí, así no, cuidado con esto, mira aquí, ve allí”. De ese modo podrán desarrollar mejor su autonomía y creatividad.

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