Estamos ya todos bastante cansados de la pandemia. Llevamos dos años de restricciones, y aunque la situación ahora sea claramente mejor que antes, también nos pilla ya muy hasta las narices. Estamos cansados de restricciones, de limitaciones, de normas… y muy especialmente de las normas absurdas. Porque, estaréis conmigo que hay normas y normas… y algunas se las traen… Vamos a verlo.
Este es uno de mis memes favoritos de la pandemia, porque ilustra bastante bien, por un lado, lo hartos que estamos todos de esta situación, y por otro nuestra capacidad de adaptación:
Hemos aprendido a convivir con lo que antes nos paralizaba de miedo. Vale que con peros: esto es así gracias a las vacunas, sin las cuales, la última ola habría sido una auténtica masacre, y por otro lado gracias también al uso de mascarillas en exteriores, lo cual es una medida que… No, perdón, eso no. Quería decir que gracias a lo de desinfectarnos la suela de los zapatos con el felpudo ese que hay en muchas tiendas. No, eso tampoco… Creo que ya me entendéis, ¿no?
La pandemia nos ha enseñado muchas cosas, es lo que tiene llevar dos años en estas. Hay medidas que tomábamos hace un tiempo que se ha visto que eran inútiles, y otras a las que no les prestábamos mucha importancia que ahora se han visto como claves. Pero bueno, no me voy a meter exactamente en qué medidas han sido útiles y cuáles no porque eso les toca a otras personas. A lo que voy es al efecto que mantener esas normas puede acabar teniendo.
Tipos de normas
A ver, que la pandemia no se ha inventado las normas. Antes ya teníamos muchas, las cuales la inmensa mayoría de las personas respetamos. Es lo que tienen convivir en sociedad, que es necesario organizarnos de acuerdo a una serie de normas que nos faciliten esa convivencia y nos ahorren problemas. No puedes hacer “lo que te de la gana” en muchas situaciones, porque eso implicaría un perjuicio para otras personas. Y se tiene que regular de alguna forma para que todos vivamos en paz. Muchas de esas normas están escritas y forman parte del funcionamiento cotidiano de empresas, escuelas, organizaciones o incluso países enteros. Algunas de ellas son leyes, y otras no. Pero pese a que muchas normas están escritas, hay otras muchas que no lo están, son las que se conocen como normas implícitas, que la mayoría también conocemos y respetamos.
¿Qué hace que respetemos o no una norma?
Es un tema muy complejo, en el que influyen variables relacionadas directamente con la norma en sí, con el individuo y con el grupo social en el que esa norma se instala. Empecemos por la norma. Hay tres características que tiene que cumplir una norma: tiene que ser legítima, válida y eficaz. Si no cumple estas características, será difícil que se siga. Legítima, eficaz y válida. Para ser legítima la norma tiene que ser puesta por alguien con autoridad para hacerlo; si el presidente de la escalera de tu edificio te dice que a partir de ahora tienes que disminuir el sodio en tu dieta, probablemente no le harás ni caso. Si te lo dice tu cardiólogo, espero que sí. Luego ésta tiene que ser eficaz. Por muy cardiólogo que sea, si te dice que a partir de ahora deberás vestir de colores claros para mejorar tu circulación, por muy cardiólogo que sea, lo que dice es una estupidez: no es eficaz para el fin que se persigue. Y, finalmente, la norma tiene que ser válida, esto es, por ejemplo una ley, que haya cumplido con el ordenamiento vigente para ser aprobada.
Entonces, si una norma cumple con esto, todo el mundo la cumplirá, ¿verdad? Pues no. Esto es necesario pero no es suficiente. Como decíamos, también influyen variables a nivel personal y a nivel social. A nivel personal valoramos cada norma que debemos cumplir y vemos si ésta se ajusta a nuestros objetivos personales, si la percibimos como justa, necesaria, útil, etc. No basta con que lo sea, también debemos percibir que lo es. Y, finalmente, el propio grupo en el que se aplica la norma también influye: el cumplimiento o el incumplimiento se contagian, porque imitamos la conducta de las personas que nos rodean.
Consecuencias de no poner bien las normas
Poner normas no es sencillo; de hecho, es muy fácil hacerlo mal. Hacerlo correctamente, con normas que sean válidas, eficaces y legítimas tiene su aquel. La imposición por la imposición es más sencillo, pero corriendo el riesgo de que finalmente lo que estás haciendo te estalle en la cara. Imponer el cumplimiento de normas que no son útiles, por ejemplo, de acuerdo con el consenso científico que exista en ese momento, generará rechazo y paradójicamente puede reducir el cumplimiento de otras normas que sí son más útiles. Por agotamiento, sí, pero también porque reduce la legitimidad que percibimos en quien ha puesto esa norma (“si me obligan a hacer esto que sé a ciencia cierta que no es útil, probablemente esto otro tampoco lo sea”)
Pues bien; todo esto que podemos ver muy claro cuando pensamos en las medidas que tiene que aplicar un gobierno (seguro que habéis pensado, no sé, por poner un ejemplo, en usar mascarillas al aire libre, quizá), se cumple igualmente cuando pensamos en otras organizaciones como una empresa o una familia. Como responsable de un equipo no quieres sobrecargar a tus trabajadores con normas absurdas que desgasten su energía y les quiten las ganas de cumplir con el resto que sí son importantes. Como madre o padre, tienes que elegir también tus batallas: no todo puede ser siempre importante, quien mucho aprieta poco abarca. Las normas tienen que estar muy claras, justificadas, ser percibidas como justas, con una función, no ser arbitrarias, ser útiles y necesarias… en caso contrario, no serán cumplidas y esto afectará al resto de normas (que quizá sí cumplen estos criterios) y daña la legitimidad que pudiéramos tener para poner esa u otras normas.
Vamos, que mandar no es fácil. No es fácil dirigir la escalera de vecinos, una empresa, un equipo deportivo o un gobierno. Por no decir educar a los hijos. Más vale elegir batallas y solo aplicar aquellas que realmente sea necesario para no producir un efecto negativo en cascada.