“Es que ya no sé qué hacer: le he quitado la consola, de ir al parque después de clase ni hablar, y le he dicho que si sigue así le quito de futbito. Pero pese a todo, su conducta es cada vez peor, ¿qué hago?» Cuestiones como esta son frecuentes cuando hablamos con familias acerca de sus hijos y la disciplina, y el concepto de indefensión aprendida puede ayudarnos a encontrar una solución. Veamos qué podemos hacer en estos casos.
Vamos a partir de la base que las personas no se portan “mal” porque sí. Detrás de lo que llamamos “mala conducta” suele haber muchas cosas: malos entendidos, necesidades no satisfechas, preocupaciones, malestar emocional, y un largo etcétera. Por lo tanto, simplificar la mala conducta y entenderla solo desde la causa-consecuencia es algo muy reduccionista que no suele funcionar. Luego hablaremos de la indefensión aprendida y veremos qué se oculta detrás de esa conducta.
Por regla general cuando una persona se siente bien tiene una conducta que resulta agradable para los demás: es educada, cortés, señala lo positivo, es servicial, amable, cuidadosa… y cuando una persona se siente mal, por el motivo que sea, es más bien lo contrario: de repente se pierde la educación, aparece la brusquedad, las malas formas, y se deja de pensar en los demás para centrarse en uno mismo.
Esto es algo universal y ocurre tanto a personas mayores como pequeñas. ¿O vosotros no dais portazos, empleáis palabras malsonantes y sois un poco desagradables cuando tenéis un problema? Pues con los niños ocurre lo mismo, con el agravante de que además, en su caso, ellos no disponen de los mismos recursos que los adultos para regular sus emociones. Vamos, que si nos pasa a los mayores, a los peques más y con más razón.
Lo que ocurre es lo siguiente: pongamos que la niña o el niño tienen un malestar o una necesidad no satisfecha. No tiene por qué ser nada del otro mundo, no nos alarmemos con eso de necesidad no satisfecha. Hablo de necesidades que son menos obvias que las de alimentación, sueño o salud; por ejemplo, ser tenidos en cuenta, ser escuchados, su necesidad de juego o, por qué no, de descanso, algo de lo que van muy cortos últimamente los peques con tanto repaso y tanta extraescolar. Pues eso, que tenemos a la criatura que se siente mal y, como consecuencia, su conducta no es precisamente la mejor: se vuelve un poco más impertinente, demandante, tiene más rabietas, malas contestaciones, … Y aquí es cuando viene el punto clave: ¿qué interpretación damos a esa conducta?
Tenemos dos opciones: la primera, hacer una interpretación superficial del problema y entender la mala conducta como el inicio y el fin de la ecuación, como un desafío a nuestra autoridad que hay que detener a toda costa. El por qué de esa conducta se limita a que “es un caprichoso”, “un malcriado”, “un maleducado” o “un tirano”. Así que vamos a castigar esa conducta para que no vuelva a repetirse: quitamos privilegios (parque, tele, consola, etc.), amenazamos con mayores represalias en caso de seguir por ese camino, etc.
¿Qué es lo que sucede? Ahí nos metemos en un bucle difícil de romper: el malestar produce mala conducta, castigamos esa conducta, aumenta el malestar, aumenta la mala conducta, castigamos más, y así, hasta el infinito y más allá. ¿Y qué es lo siguiente? Conforme pasa el tiempo, para nuestra sorpresa, los castigos y las amenazas en vez de funcionar tienen el efecto contrario: “es que le da todo igual”. Cada vez tienen menos efecto y la conducta se mantiene o empeora.
Cuando esto se mantiene en el tiempo el niño entra en lo que conocemos como indefensión aprendida. Se siente atrapado, ve que haga lo que haga no puede salir de ese bucle de malestar-castigo-malestar; ha recibido tantos castigos y ha perdido tantos privilegios que ya no tiene esperanza de recuperarlos, por lo que deja de esforzarse por mejorar: “total, si no es por esto, me castigarán por otra cosa”.
Pues bien, todo esto recordemos que es la consecuencia de una primera interpretación que podemos hacer de esa conducta: verla como un claro desafío que no se puede consentir. Pero tenemos otra forma de abordarlo, y es entender esa mala conducta como una señal de alarma, un indicador de que hay un malestar al que debemos atender. De este modo, nuestra tarea es acompañar esas emociones mientras tratamos de averiguar y trabajar sobre lo que las está causando: ¿son problemas en la escuela?, ¿estrés por sobrecarga de tareas?, ¿relación con los hermanos?, ¿amistades?, ¿miedos? En el momento en el que conseguimos identificar y trabajar sobre esos antecedentes, la conducta mejora. Porque a nadie nos gusta sentirnos así, y a los niños tampoco. Evitar la indefensión aprendida les ayudará a ser más felices.
Y algunos estarán pensando, ¿entonces, todo vale? No, no todo vale. No debemos tolerar las faltas de respeto, los insultos o las amenazas, y por eso mismo, tampoco nosotros deberíamos emplearlas. Si se producen algunas de estas conductas lo primero es entenderlas como fruto de la desesperación: ¿quién no ha dicho o hecho algo estando enfadado de lo que luego se haya arrepentido? Pues eso.
Pero, además de entenderlas, debemos ser firmes y transmitir que todos merecemos ser tratados con educación y respeto. La forma de manejarlo será diferente en función de la edad de la criatura; en todo caso no tenemos por qué exponernos a ese trato, podemos cambiar de habitación, irnos, mostrar nuestro enfado… siempre de una forma respetuosa y no respondiendo con conductas parecidas a las que inicialmente queríamos corregir.
“Ya, claro, todo esto de las necesidades y el malestar muy bien, pero en el cole es un angelito, con los abuelos súper adorable, y luego con nosotros se porta fatal, eso es porque lo hace a propósito” A ver, no necesariamente. De hecho, a los mayores también nos ocurre. ¿O no pagamos con quien menos se lo merece nuestros problemas laborales, familiares o de otro tipo? Eso de que la confianza da asco, ya sabéis… pues eso.
En resumen: que no todo es tan simple como parece y las personas, grandes y pequeñas, somos mucho más que acción-reacción. En ocasiones tenemos que ser capaces de ver más allá de la conducta para comprender realmente qué es lo que está ocurriendo y poder actuar de un modo más adecuado.